Un viaje en tren a la memoria: «Villaguay, el pueblo de las dos estaciones»

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(Por Raúl J.J. Álvarez) En la década del 50 Villaguay tenía dos estaciones: Villaguay Este y Villaguay Central. Por aquellos años el Ferrocarril era una suerte de conexión física y cultural de los pueblos de la campaña entrerriana, ya que a través del mismo llegaba hasta las zonas más alejadas, no solamente mercadería de diversa índole, sino también revistas, libros, diarios, etc.
La estación era un lugar de reunión cada vez que un tren partía hacia un destino prefijado. Una vez al año, el tren transportaba a los futuros conscriptos a la revisación médica que se hacía en Concordia o Paraná. De esto se enteraba todo el pueblo, pues cada vez que comenzaba su marcha el convoy repleto de jóvenes para cualquiera de estos destinos, los sapucay retumbaban en la noche villaguayense.
Eran los futuros conscriptos que viajaban para ir a cumplir con aquella obligación de los veinte años y manifestaban su despedida de aquella manera tan temperamental.
Pero el cuadro más presente en mi mente era la partida del tren a Buenos Aires.
Nosotros, que por entonces éramos unos gurises que probábamos nuestros primeros pantalones largos, concurríamos a ver salir el tren.
Una diversión o entretenimiento demasiado escaso dirán ustedes, pero por aquel entonces no había demasiado para ver en un pueblo como Villaguay, en el centro de la provincia, alejado de todo, rodeado de montes, ríos, lagunas y arroyos y sin contar con rutas asfaltadas.
No existía el túnel subfluvial, ni puentes internacionales, ni represas. Éramos una isla. Y para llegar a Buenos Aires se demoraba, con suerte, 24 horas. Digo con suerte porque había que rogar que una vez llegado el tren a la zona de Ibicuy no hubiera niebla, pues entonces las 24 horas podían transformarse en 36 o 48.
La cosa es que el tren movilizaba a la gente. No solamente la que viajaba, sino a quienes iban a ver quiénes eran los viajeros.
Y entonces observábamos asombrados, la relumbrante campana de la estación, los pulcros uniformes del personal del Ferrocarril, el largo andén con bancos de madera y la oficina del Jefe de Estación en donde el telégrafo hacía escuchar su cacofónico sonido mientras nosotros mirábamos atónitos y sin entender cómo funcionaba aquel maravilloso instrumento.
La gente llegaba en el taxi de Filleul, Gómez, Garcier, o tantos otros que eran los taxistas del pueblo; pero no faltaban los sulkys, carros, bicicletas o automóviles particulares en los cuales llegaban los viajeros cargados con sus equipajes, siempre voluminosos pues el viaje era largo, había que llevar comida, ropa y en fin, lo que hiciere falta para una aventura como aquella.
La gente llegaba temprano -digamos unas dos horas antes de la partida del tren- y aprovechaba para la larga despedida de familiares y amigos.

Muchos eran desde la zona rural con sus vestimentas de gaucho. Se paseaban por la estación y algunos aprovechaban para tomarse alguna copa en los bolichos de las inmediaciones. Los más pequeños iban hasta el kiosco que existía a metros del lugar bajo añosos eucaliptos y se nutrían de las golosinas para el viaje. Sobre todo pastillas Renomé o Volpi, caramelos Sugus o algún turrón.
Las señoras, siempre ansiosas, se dirigían a cada rato hasta la oficina del jefe de estación para preguntar: ”¿Falta mucho para que llegue el tren?”. El jefe amablemente respondía con una sonrisa y la señora retornaba a su lugar para seguir conversando con amigos y familiares.
De pronto, en el silencio de la noche se escuchaba el largo silbato de la locomotora y todo se transformaba en una frenética carrera para acomodar los equipajes, buscar a los más pequeños, despedirse.
El viaje comenzaba entonces hacia la estación de Villaguay Este, a 5 o 6 kilómetros del pueblo. Una vez allí, vuelta a todo el preparativo, pues ahora había que esperar el tren que llegaba desde el norte. “El gran Capitán” partía de Posadas y recorría la Mesopotamia hasta llegar a la Capital Federal. Villaguay Este era una estación mucho más pequeña que Villaguay Central, pero no por eso menos bonita. Estaba ubicada sobre una larga curva y en medio del campo rodeado por árboles nativos y altos yuyales, aunque la estación siempre estaba impecablemente limpia y liberada de los pastizales en todas sus inmediaciones.
Llegaba el tren haciendo sonar su silbato y mientras se aproximaba a la estación todo era preparativos y movimiento de lo guardas, señaleros, personal con zorras de equipajes y la gente ansiosa por subir al convoy.
Pocos minutos más tarde, el viaje se reanudaba con suave movimiento mientras cada uno buscaba su lugar.
Se viajaba en Pullman, primera o segunda. El Pullman tenía asientos mullidos, parecidos a los de los micros de hoy, pero más amplios y cómodos. Los de primera eran tapizados, pero asientos para tres o cuatro personas, y finalmente, los de segunda eran asientos de madera. Aquellos que tenían más poder adquisitivo podían viajar en camarote, cómodos y tranquilos sin tener que someterse al constante paseo de los viajeros que recorrían permanentemente el tren, un poco para estirar las piernas, aunque también para entretenerse y hacer amistades en tan largo viaje.
Cada tanto, pasaban los mozos llevando bandejas con sandwiches, café, golosinas e indicando que en el comedor se podría degustar tal o cual menú.
El tren llegaba a Holt-Ibicuy en donde aguardaba el Ferry para trasponer la zona que hoy une el complejo Brazo Largo – Zarate.
Entraban los vagones al Ferry y también autos, colectivos y camiones y se iniciaba el viaje fluvial.
Se aprovechaba entonces, para descender del tren y después de tanto traqueteo, descansar los oídos en un silencioso viaje por el río. La gente se dirigía a la parte superior del barco y se sentaba en largos bancos mientras observaba el magnífico paisaje de verde y agua que se deslizaba ante sus ojos.
Pero lo más atractivo del viaje, por lo menos para mí, estaba en el furgón del correo.
Allí se reunían los guardas y viajeros que sabían ejecutar algún instrumento y se armaban tremendas musiqueadas al son de bandoneones, guitarras, acordeones y arpas.
Claro, el tren venía de Posadas, viajaban muchos paraguayos con su bagaje de canciones y arpas maravillosas; los misioneros, correntinos y entrerrianos con bandoneones, guitarras, acordeones.
Escuchar esos sones, esas canciones, esos instrumentos, rodeados de aquel paisaje majestuoso era como estar viviendo algo inimaginable. Volábamos con nuestra imaginación a través de la música hasta nuestro querido pueblo que quedaba atrás y soñábamos con poder encontrar algún trabajo que nos permitiera una vida mejor y retornar algún día.
El tren mostraba una diversidad cultural en el habla, en la música, en las costumbres.
Caminar por esos pasillos configuraba encontrar las situaciones más diversas. Muchos dormían acostados cuan largos eran tapados por aquellas frazadas de color gris, otros comían frutas – habitualmente manzanas, bananas y naranjas- o pollo hervido que traían ya preparado como para no tener que gastar dinero en el tren, pues allí siempre era más caro.
La rueda del mate era infaltable y cuando se terminaba el agua había que ir hasta el coche comedor para cargar el termo con agua caliente. Uno de los mozos traía una enorme pava con la que llenaba el recipiente para poder seguir con la mateada.
Llegábamos al otro día a Federico Lacroze y ahí nos esperaba algún familiar o simplemente teníamos que rebuscarnos de alguna manera para comenzar aquella nueva vida en un medio totalmente desconocido, una ciudad enorme, millones de personas, y nuestro desamparo y temor ante aquel monstruo que parecía devorarnos sin piedad.
Pero encontramos muchos amigos porteños, buena gente, buenos amigos, buenas personas que nos ayudaron a hacer más llevadera nuestra estancia en la Capital.
Y soñamos con volver a nuestro querido pueblo. Muchos no lo hicimos nunca más y todavía recordamos el perfume de los espinillos con sus flores amarillas, las tardes apacibles en el arroyo Villaguay, mojarreando y tomando mate.
Los días de pesca en el Gualeguay, el campeonato de fútbol de los barrios en Barrio Sur, los corsos en la calle ancha, los bailes de carnaval en Salud Pública y Barrio, la vuelta a la plaza los domingos por la noche para escuchar a la banda del regimiento, los carteles del cine teatro Emilio Berisso en la esquina de San Martín y Mitre anunciando los próximos estrenos, la llegada de los parques de diversiones o los circos, jugar “la polla” de Salud Pública, una suerte de anticipación del Prode, el balneario en verano, las campanas de la Iglesia Santa Rosa de Lima, el sonido del reloj del municipio anunciando la hora, los dichos de Melgarejo, los “locos” de Villaguay como Tres Pelos, Guichón, Lolo, Palomo, Pomerantz -que venía con su guitarra caminando desde Villa Domínguez-, la embotelladora de Spur Cola Canada Dry que estaba ubicada en el comercio de W.O.Van Derdonck y Cia en la “calle ancha” luciendo un enorme cartel de Caña Ombú, la ferretería Chiesa, El Supremo, J.G. Gamarra e hijo, la tienda Blanco y Negro, la librería de Waterloo, la farmacia Inglesa, la tienda El Sirio Libanés, Casa Vuoto, Librería Casanovas, la ferretería Splendid, el Molino -con las más exquisitas tortas negras de la provincia-, la pizzería Baima frente al cine Berisso y por supuesto una recordación especial para este último en donde luego de la primera película y tras el intervalo se pasaba el noticiario Sucesos Argentinos, que en el comienzo era siempre acompañado por un coro atronador de sapucay que se gritaban desde el Pullman y el “gallinero” a todo pulmón, pues en el comienzo del noticiario aparecía un jinete haciendo parar en dos patas a un caballo, lo que era motivo del jolgorio de la concurrencia.
Lástima que todo aquello acabara… se terminó el ferrocarril, lo que a su vez terminó con la vida de muchos pueblos, se terminó con los cines, acabando la ilusión de aquellas tardes de matinée comiendo girasol a escondidas para que no nos expulsaran por ensuciar los pisos. Se terminó con la educación de una Nación que fue señera por su enseñanza. En fin, se ha terminado con muchas cosas en nuestro querido país, pero no han terminado con nuestras ilusiones y si bien nunca volveremos a ser los mismos de antaño, esperemos que algún día podamos volver a ser nosotros: argentinos con sueños de un mañana mejor para nosotros y nuestros hijos.
Los abrazo a todos los villaguayenses diseminados por el país.